Hay un libro bastante interesante que se titula El libro de las causas, que no se sabe quién escribió y que podría ser del siglo IX o X en Bagdag, o del siglo XII en España. Este libro estaría basado en las ideas de Aristóteles, y sería el origen de la habitual frase de que cada efecto tendría una causa.
Es decir, algo que la creencia medieval de los actos milagrosos no aceptaría: que dios no podría hacer nada que fuera en contra del propio orden que él habría establecido.
Además, el concepto aristotélico del móvil primigenio (la causa primera, lo que permanecería inmóvil, sin cambio e impersonal) tampoco sería realmente compatible con el concepto cristiano de un dios que interviene en los asuntos humanos a través de los milagros.
Por otra parte, el Universo, según Aristóteles sería esférico y eterno, con lo que la idea de la creación cristiana tampoco tendría cabida en la filosofía aristotélica.
Eso sí, los que "tradujeron" los textos de Aristóteles al latín ya se encargaron de que "dijeran" lo que debía, para ajustarse al cristianismo. Y se le llamó escolástica.
Por ejemplo, a partir de los conceptos aristotélicos, Tomás de Aquino se sacó de la manga sus famosas pruebas de la existencia de dios. Ya desde la primera, tergiversando completamente el concepto de móvil primigenio o causa inicial, identificándolo directamente con dios. Así con un par, convirtiendo por cojones la esfera celeste más exterior de la cosmología de Aristóteles en el cielo cristiano.
Las ideas de Aquino fueron aceptadas con gran entusiasmo por la cristiandad, aunque ya desde el principio hubo excepciones. Allá por el siglo XIV William de Ockham, por ejemplo, rechazó las ideas de Aristóteles (y su parasitación cristiana) sobre el movimiento, razonando sobre el concepto de impetus.
La idea del impetus prescindía de la necesidad de contacto entre un impulsor y el objeto que se movería, para que este siguiera moviéndose. Según Ockham una vez iniciado el movimiento, el propio objeto tendría dentro de sí la capacidad para seguir moviéndose. Es lo que hoy en día los estudiantes de ciencias aprenden como momento de inercia.
También Ockham, a pesar de lo mal que se la ha interpretado, rechazaba fiarse exclusivamente del razonamiento puramente lógico. Habría, además, que usar las propiedades físicas obervables. Es decir, la falsabilidad de la intuición (aunque fuese sobre lo obvio) y de las explicaciones sólo lógicas.
A diferencia de la afirmación aristotélica de que las ideas y pensamientos eran una forma de materia real y objetiva, Ockham sostenía que la realidad debía basarse en la tangibilidad en el espacio y el tiempo, no en la lógica metafísica.
De ahí salió una máxima, conocida como la navaja de Ockham o principio de la parsimonia (siendo parsinomia el término latino para economía, en el sentido de usar menos): entia non sunt multiplicanda praeter necessitatem (algo así como que las cosas no deben multiplicarse más allá de lo necesario.
Una sentencia que se suele usar como que entre varias teorías científicas, considerando todos los demás factores iguales, se escogerá como más probablemente cierta (no como la realmente cierta) la que requiera la menor cantidad de supuestos.
Este es el principio de parsimonia, usado para refutar la necesidad de modelos complejos repletos de entidades y explicaciones sofisticadas para describir la realidad (por ejemplo, las veintitantas esferas que explicarían el movimiento de las estrellas o un dios todopoderoso, onmisciente y omnipresente).
Otra de sus sentencias era: Nulla pluralitas est ponenda nisi per rationem vel experientiam vel auctoritatem illius, qui non potest falli nec errare, potest convinci (algo como, no se debe asumir una pluralidad a menos que se pueda probar por la razón, la experiencia o por una autoridad infalible; lo que no puede ser erróneo o falso, debe convencer).
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