La idea de la cuarentena parecía buena en un principio, pero no era demasiado efectiva debido al desconocimiento del mecanismo de transmisión de la peste bubónica, la más habitual, a través de las pulgas de las ratas, no mediante el contacto directo entre las personas.
Pero algo ayudó, sobre todo contra la propagación de la peste pneumónica, que sí se transmitía entre humanos.
Su mayor beneficio fue hacer ver la necesidad de mejorar la sanidad de la gente y la utilidad de la legislación preventiva. Además de favorecer la investigación médica frente a la tradición de las viejas teorías griegas de los humores. Eso sí, hubo que esperar al siglo XVI para que las nuevas ideas tuvieran fuerza suficiente.
Porque fue realmente difícil acabar con la popularidad de curanderos y santuarios sanadores. Una popularidad debida a la incapacidad de las viejas teorías médicas de hacer frente a epidemias y enfermedades nuevas. Además de que la medicina se reservaba para los que la podían pagar (como pretenden hacer también ahora), dejando a los pobres en manos de la caridad, la religión y otros timos (como quieren hacer también ahora).
Unas creencias y rituales muy marcados por el agua y sus supuestos poderes curativos. Muchos santuarios se situaban cerca de ríos, que después fueron parasitados por el cristianismo construyendo sobre ellos iglesias y catedrales. Además de substituir a los dioses paganos por los santos cristianos.
Lo de siempre: la religión sacando provecho de la superstición y la ignorancia.
Y de ahí a los posteriores balnearios para los ricos de los siglos XVII, XVIII y XIX.
También hubo una tradición, ya desde el siglo II, de celebrar los aniversarios de las muertes de los mártires, reuniéndose en el supuesto lugar del supuesto martirio o donde supuestamente estarían enterrados. Y esas reuniones derivarían en peregrinaciones, más abundantes si se podía presumir de reliquias, casi siempre (por no decir siempre) falsas. Y de ahí a los milagros y curaciones, también hay un sólo paso.
Afortunadamente, no todos los cristianos negaban tan fuertemente la idea del progreso científico. Así, Alberto Magno proponía que el conocimiento sobre la naturaleza podía y debía adquirirse observando. Una idea que también siguieron Tomás Aquino y Roger Bacon, prefiriendo la explicación "natural" frente a la "revelada".
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Acaso la primera vez en muchos siglos en la que la ciencia quería despegarse de la teología.
Pero no con mucho éxito, como refleja la amplia expansión de los llamados bestiarios, colecciones de fábulas morales usadas para la propaganda cristiana. El problema es que la ficción de las fábulas se transformó en realidad, de tal manera que llegó a influir incluso en la zoología.
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A lo que se añadía la idea de que toda la verdad ya estaba establecida de antiguo, por lo que no era necesario revisarla.
Por eso Alberto Magno escribió: La ciencia no consiste sólo en creer lo que se nos enseñó, sino preguntarse por la naturaleza de las cosas.
Su compañero en la Universidad de París, Tomás Aquino, también decía que la ciencia debía tener una base racional, no depender sólo de la teología. Y Roger Bacon consideraba que los escritos tradicionales no debían aceptarse sin ser analizados: "Basta de ser guiado por dogmas y autoridades; ¡mira al mundo!"
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Los bestiarios perdieron popularidad cuando las exploraciones de tierras lejanas pusieron de manifiesto sus mentiras y objetivo doctrinario.
Y se empezaron a realizar de forma rutinaria, a partir del siglo XII, disecciones de cerdos en las escuelas de medicina. Y en el XIII, el emperador Federico II obligó a que los estudiantes de medicina asistiesen al menos a una disección en cada curso.
Y hasta una mujer, Hildegard von Bingen, también en el siglo XIII, fue la primera mujer autorizada por el papa a escribir libros de teología, y a predicar en público. Además era compositora de música, escribía manuscritos iluminados, e incluso libros sobre sexualidad y ginecología (desde el punto de vista de la mujer).
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Otras no tuvieron tanta suerte, como Jacoba Felice, a quien la Universidad de París prohibió que practicara la medicina sin licencia (una licencia que no se le permitía tener por ser mujer), aunque curaba de forma efectiva. Ente las acusaciones que se le hicieron estaba que tomaba el pulso y analizaba la orina como medios para saber el estado de salud. Algo inadmisible para unos hombres que consideraban que la "medicina era una ciencia que se transmitía en los textos, no un oficio que se aprendiese empíricamente".
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