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Science and its times. Vol 4. 1700 to 1799 (Parte 7)

Otro debate de esa época interesante fue el de la generación espontánea. Este sí con más entidad “científica”, pues ambos bandos se basaban en experimentos reales, no en creencias religiosas. Aunque la religión también tuvo que meter baza.

Pero fue un debate que puso, y pone, de manifiesto la importancia de diseñar cuidadosamente los experimentos que soporten nuestras ideas. Porque los que realizaron el naturalista francés Georges Buffon y el microscopista inglés John Turbeville parecían demostrar la validez de la generación espontánea. Pero fueron los experimentos mejor diseñados por el fisiólogo italiano Lazzaro Spallanzani los que mostraron los errores experimentales de los otros.

Porque es así, como ha ocurrido siempre, el funcionamiento de la ciencia: repetir los experimentos de otros para comprobar su validez

Pero empecemos por el principio.

Según la teoría de la generación espontánea, es posible que surjan seres vivos a partir de materia muerta. Una idea que no era nueva en el siglo XVIII. A fin de cuentas, desde antiguo, a partir de la carne muerta se “generaban” una gran cantidad de bichos. Así, se llegó a creer que no sólo los insectos, sino también ranas y ratas provenían del lodo, el barro y del estiércol, por la acción de la humedad y del calor.

Pero estas ideas fueron puestas en entredicho a medida que los experimentos se hicieron en condiciones más controladas. Ya en el siglo XVII, el médico y poeta italiano Francesco Redi descubrió que si la carne podrida se mantenía libre de moscas adultas no aparecían larvas. Y observó que si había moscas, éstas dejaban huevos de los que surgían esas larvas, sin necesidad de generación espontánea. Pero los partidarios de ésta no se mostraron convencidos, y al igual que los preformistas, no dieron su brazo a torcer ante las evidencias: la generación espontánea existía pero sólo en los organismos microscópicos, que no se podían ver.

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Y no tardaron en juntar ambas cosas: los animálculos que Van Leeuwenhoek decía que veía a través de aquellos rudimentarios microscopios eran la prueba de la existencia de la generación espontánea tanto en plantas como en animales que aparecían en las aguas pantanosas y estancadas. Incluso esas miniaturas serían las famosas moléculas vivientes, las mónadas del gran filósofo y matemático Leibniz.

A los animáculos de Leeuwenhoek otros les llamaban “infusorios”, porque habrían sido originados en infusiones. Uno de los investigadores que vio a estos infusorios fue Louis Joblot, pero no se creía que surgieran espontáneamente. Así que planteó un experimento: hirvió el medio de crecimiento de estos bichos y lo dividió en dos partes: Una parte la metió en un frasco que después selló, y la otra parte en un frasco sin sellar. Obviamente, sólo el frasco abierto mostró la aparición del bicherío. Y sólo al abrir el frasco sellado era la manera de que también crecieran los bichos. La conclusión de Jablot era evidente: no era el medio sólo el necesario para la aparición de esos bichos, sino que tenía que haber algo en el aire imprescindible para su generación.

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El problema para Jablot fue que otros repitieron sus experimentos, pero con resultados diferentes. Unos de los que no pudieron obtener los mismos resultados fueron Buffon y Turbeville (un cura, el primero que fue admitido en la Royal Society). Este último, además de partidario de la generación espontánea, también era vitalista: no creía que los procesos propios de los seres vivos pudiesen ser explicados mediante la física y la química. O sea, que si la realidad iba en contra de la religión, fuera la realidad.

En los experimentos de Turbeville, repitiendo los de Joblot, sí se producía crecimiento de organismos incluso con el frasco sellado y calentado durante 30 minutos. Su explicación era que aunque la materia dentro del frasco estuviese muerta (o pudiese haber muerto después del calentamiento) todavía contenía una “fuerza vegetativa o principio común” a todos los seres vivos, que se “liberaría” lentamente después de la muerte del organismo. Esa fuerza vegetativa sería el origen (un “semen universal”) de los microorganismos que surgen de la materia muerta.

Pero como ya se descubrió al principio de esta entrada, eran los experimentos de Buffon y Turbeville los que estaban mal realizados. Y fue Spallanzani quien demostró ese error. Lo curioso es que Spallanzani era ovista (como von Haller) y no estaba de acuerdo con las ideas epigenésicas de Buffon. Efectivamente, éste tenía razón en una cosa, pero se equivocaba en otra. Es lo que tiene el ser humano, que no hay uno que tenga la razón en todo.

El caso es que Sapllanzani apoyaba la idea de los animálculos de Leeuwenhoek y para ello realizó experimentos en los que hervía un medio enriquecido y sellaba el recipiente de forma inmediata fundiendo la boca. En esas condiciones pasaba lo que decía Jablot: no había crecimiento de microorganismos. Por tanto, dedujo que los infusorios que aparecían de forma natural en las aguas estancadas y otros medios, eran realmente organismos vivos.

Y en otros experimentos observó que mientras los animálculos más grandes apenas resistían las altas temperaturas, los más pequeños podían resistir más de una hora en líquidos hirviendo, y que era necesaria la presencia de aire (un aire que estaba dentro de los recipientes supuestamente sellados de Buffon y Turbeville) para que esos microorganismos se desarrollaran.

Pero aun así, la idea de la generación espontánea siguió dando coletazos hasta Louis Pasteur y John Tyndall, en el siglo siguiente. ¿Por qué los experimentos de Spallanzani no fueron suficientes? Pues porque hay un principio básico en ciencia que dice que la no existencia es imposible de demostrar completamente. En este caso, los partidarios de la generación espontánea se agarraban a la posibilidad de que siempre hubiese una excepción que pudiese confirmar su idea. Que aunque experimento a experimento esa idea fuese demostrada falsa, podría haber condiciones en las que sí fuese cierta. Y si no, había una “explicación” más sencilla e irrebatible: la “fuerza vital” no obedecía a las leyes físico-químicas y podía ser destruida por el calentamiento excesivo. Y claro, así no había manera de demostrar su no existencia. Y si encima se tenía a dios de su lado...


Pasteur y Tyndall demostraron la presencia de gérmenes en el aire como originadores de esos microorganismos, y que los recién formados eran iguales que los procreadores. Y que la esterilización era la manera de evitar su desarrollo. Buffon y Turbeville pensaban que esos microorganismos se originaban a partir del medio muerto, y también se equivocaban, pues los gérmenes eran transportados por el aire.

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