Otra discusión interesante de la época fue la que inició el suizo Abraham Tembley con la hidra. Exactamente, con una hidra verde (chlorohidra viridissima) que se encontró en unas aguas estancadas. Le llamó la atención porque era verde (lo que se correspondería con una planta), pero tenía tentáculos que se movían (lo que correspondería con un animal). El movimiento de los tentáculos no era una respuesta a un estímulo, como las plantas carnívoras.
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Así que lo que se le ocurrió para dilucidar la cuestión fue cortarla a la mitad. Si fuese animal, moriría; si fuese planta, ambas partes seguirían vivas. Y lo que se encontró fue que ambas partes regeneraron el organismo completo. Y realizó otros experimentos que hacían difícil aceptar que la hidra fuese claramente una planta. Otros científicos repitieron esos experimentos y llegaron a los mismos resultados: una animal que se regeneraba como podían hacer ciertas plantas; o una planta que se movía como un animal.
Junto con la hidra, hay otros organismos (dentro del phylum Cnidaria o Celenterea) como las medusas, los corales, las anémonas de mar que tienen esas características entre animales y plantas: su aspecto es de plantas pero se mueven, realizan la digestión y se reproducen como animales. Este comportamiento intermedio no encajaba bien con la idea prevalente en la época de que los organismos se organizaban en una escala o cadena que empezaría en los más simples y terminaría en el cúlmen de la creación que sería el ser humano. Es en esa época donde se habla por primera vez del eslabón perdido para referirse a los “saltos” en esa cadena, pendientes sólo de ser descubiertos.
Aunque esto no debe confundirse con la Evolución, pues se consideraba que esa cadena era obra de dios y en su perfección no permitiría que hubiese esos “eslabones” perdidos. Por tanto, las diferencias ente animales y plantas eran demasiado grandes para que fuesen parte de la misma cadena. Y es entonces cuando la presencia de la hidra, parte animal, parte planta, podía llenar ese “hueco”.
Desgraciadamente para esta idea, las hidras terminaron siendo clasificadas como animales y quedó cada vez más claro que no hay “eslabón” entre plantas y animales, cada uno un reino diferente de la naturaleza.
Pero fue un debate, quizá algo menor que otros, que descendió hasta la esencia de la diferencia real entre plantas y animales, más allá de cuestiones morfológicas obvias. Pero no tan obvias cuando el tamaño se reducía. Además de que fue una época en la que los botánicos querían aplicar a las plantas los mismos conceptos de anatomía y fisiología que los zoólogos usaban con los animales: ¿era posible que el sistema circulatorio de la savia en las plantas fuese similar al de la sangre en los animales, o la fecundación del óvulo por el espermatozoide igual al de la reproducción vegetal por germinación del polen?
La conclusión principal de este debate podría ser que las similitudes “superficiales” podrían ocultar diferencias “esenciales”.
Otro asunto que puso en el candelero la hidra fue el proceso de la regeneración de partes de un organismo, algo que no ocurre en el ser humano en particular y los mamíferos en general. Y también se relacionaba esta regeneración con la idea de la epigénesis (el desarrollo progresivo de órganos y organismos a partir de células no diferenciadas). Que como sabemos tuvo sus encontronazos con los preformistas y sus homúnculos. Y l a regeneración de los tentáculos de la hidra hizo más aceptables las ideas epigenésicas.
Y los trabajos de Trembley también sirvieron para dar un impulso al uso del microscopio como herramienta científica para el estudio de lo pequeño (por ejemplo en la embriología). Por cierto, el microscopio que usó Trembley (ver la figura siguiente) no se parecía mucho al tipo de microscopio al que estamos acostumbrados El caso es que fue tal ese impulso que el microscopio se convirtió en un objeto de diversión para la gente, saliendo de su ámbito natural, el laboratorio.
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