El libro contiene lo que el autor considera algunas de las grandes preguntas de la ciencia. Grandes preguntas que en ocasiones se refieren a lo más "humano" de nuestra condición o que entran de lleno en asuntos "filosóficos".
Tal como indica el autor, en muchas ocasiones a los problemas "filosóficos" o éticos se añade algo más "vulgar": responder a las grandes preguntas de la ciencia requiere grandes presupuestos, porque implican expertos en disciplinas muy variadas. Ejemplos típicos son la investigación genética (que deriva en la pregunta de qué somos, de dónde venimos, hacia dónde vamos) o la astronomía (con su siempre fascinante pregunta de cómo se formó todo este berenjenal en el que somos una pelotilla minúscula en un rincón del Universo o de los Multiversos y la Teoría M y las cuerdas...).
Está claro que ya no son tiempos para sabios totales que se constituyen en referentes o que tumban todo lo conocido y crean una nueva forma de entender el mundo. Me gusta considerar sabio no a quien sabe mucho de una materia, sino el que sabe (o mejor dicho, quiere saber) de todo. Como la anécdota sobre Sócrates condenado a morir envenenado y queriendo aprender a tocar una pieza en la flauta el día antes de su muerte (de qué te va a servir si vas a morir. Para saberla [este diálogo es ficticio pues Sócrates no dejó nada escrito y lo que se conoce es por sus discípulos]). Es el placer de saber, de conocer, de preguntarse el porqué de las cosas.
Hoy en día la ciencia está demasiado avanzada para que alguien aspire a saber algo más que los rudimentos de otras disciplinas. Los expertos en una materia en ocasiones, como en la matemática o el la física, tampoco conocen el resto de los avances en su propia disciplina.
Y efectivamente, las grandes preguntas requieren un saber, no sé si muy grande, pero sí muy variado. Y ya estamos tan especializados que no tenemos tiempo para conseguirlo
Pero la necesidad hace buscar nuevas formas de encarar los grandes problemas. Dado que no es posible ya encontrar a gente que sepa mucho de todo lo que se necesita para resolver las grandes preguntas, sí es posible trabajar conjuntamente con los que más saben de lo que se necesita saber.
Otra cosa es si merece la pena resolver esas grandes preguntas. Si de verdad son importantes o sólo consecuencia de nuestra complejidad cerebral que nos hace preguntarnos cosas que sólo existen en nuestras mentes.
Un ejemplo claro, en mi opinión, de necesidad creada es la existencia de dioses. Lo que en la antigüedad era simplemente buscar una explicación dentro de los parámetros y conocimientos disponibles, se sofisticó hasta las creencias actuales. Unas creencias que de forma deliberada y consciente tergiversan la realidad y niegan validez a la razón sólo para acomodarse a las creencias (o sea, a lo creado por la mente).
Debe ser difícil tener conciencia de uno mismo, ver las creaciones humanas (y sus miserias) y pensar que todo se acaba con la muerte. La negación del ser humano como simple organismo bioquímico sujeto a las leyes de la física y la termodinámica (todos los sistemas tienden al máximo desorden y todos los procesos son irreversibles: ¡serán jodidos el Segundo y Tercer Principios!), lleva a utilizar la capacidad de trascendencia el cerebro humano para crear un final feliz. Todo esto no puede ser efímero, se dicen, tiene que haber algo más.
Una vez aceptado esta trascendencia y antropocentrismo, lo demás viene rodado: la creación del corpus religioso, la burocratización, la jerarquía, la infección de las estructuras sociales, el poder.
Me desvío del tema. Las grandes preguntas necesitan grandes presupuestos. Es decir, que es más probable que esas preguntas deban resolverse con financiación pública y, seguramente, con la colaboración de varios (o muchos) países. ¿Eso es bueno? Está claro que sin la participación privada Venter no hubiera conseguido descodificar el ADN. Pero también está claro que sin el trabajo previo de cientos de científicos y técnicos financiados con dinero público, Venter tampoco lo hubiera conseguido.
Por no hablar de los programas espaciales, mayoritariamente financiados con fondos públicos. Que no sólo consiguen fotos bonitas, sino que muchas de sus investigaciones han sido y serán fundamentales para el progreso humano.
Desgraciadamente, hay que tener en cuenta que la financiación pública no siempre obedece a criterios puramente científico-técnicos. La componente política tiene en más ocasiones de las debidas una capacidad de decidir qué se investiga. Y los políticos, caracterizados por su ignorancia y dominados por sus creencias (fundamentalmente las religiosas) y su analfabetismo intelectual, son los que finalmente tienen la última palabra. Y así es más difícil llegar al consenso necesario para que se formen equipos multidisciplinares y multinacionales con la capacidad intelectual y material para enfrentar esas cuestiones.
Y la financiación privada sólo participa si consigue beneficios.
Así que debemos estar preparados para que la búsqueda de respuestas a algunas grandes preguntas tengan que esperar. Sobre todo aquellas que echarían por tierra el edificio de las creencias religiosas. La ignorancia y fanatización de los líderes políticos (junto con la ignorancia y fanatización del resto de la población) aseguran el éxito de la obstrucción al avance del conocimiento.
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